
"La libertad que él predica es salvaje, sin acciones que equilibren los desequilibrios sociales, para dar igualdad de oportunidades"
Caminando por la vereda de una calle cualquiera, de un barrio cualquiera, de una ciudad Cualquiera de Sudamérica, mirando el piso, uno descubre como es la gente, de que vive, sus costumbres y hasta diría que siente. Porque las veredas de los barrios te cuentan cosas de su gente. Así, por ejemplo, descubrí que, en la vereda anterior a la esquina, era el lugar donde se juntaba la barra de adolescentes -y no tanto- del sector. Allí encontrás infinitas colillas de cigarrillos mezcladas con tapitas de gaseosas, cervezas y envoltorios de caramelos, prueba irrefutable de esa edad en que el cuerpo va tomando forma de adulto, pero la mente se niega a dejar atrás al niño, como sabiendo la que se viene.
La que sigue, podría ser de una señora mayor, probablemente solterona o que se casó grande, con un señor de la misma edad o quizás, hasta más joven que ella, que vivió pendiente de su mamá hasta que murió y quedo solo. Entonces, apareció esta señora, que bien podría llamarse doña Porota. Nunca tuvo hijos, si apenas unos sobrinos medio lejanos a los que ella visitaba para sus cumpleaños. Doña Porota, es una mujer muy cuidadosa con la higiene de su vereda, de carácter un tanto agrio por tantos años de soledad y frustraciones, que suavizo un poco, al acollararse con este hombre. Él, muy de su casa también muy preocupado por la higiene y acostumbrado a cumplir la función de hijo. Ellos, necesitan el orden y la pulcritud, que lógicamente, entra en contradicción con las costumbres de los muchachos de la barra. Entonces, doña Porota, puso en la verja de su casa una reja medio bajita, eso sí, terminada con arabescos y punta para evitar que los muchachos estacionen allí, y por las dudas, la reforzó con unos ligustrinos espinosos por si alguno podía acomodar sus nalgas a los accidentes geográficos de la reja.
A continuación, como describirla?.... Una casa, que a simple vista es común. Pero para aquellos que conocen la historia, es justamente eso, un pedazo de historia, de cualquiera y de todos. Es en realidad, la historia de América... o para ser más justos, de ésta, nuestra América, cautiva, rehén y humillada, pero rebelde, indómita y revolucionaria.
En esa casa, de puertas y ventanas de riguroso gris, sin una macula contrastando con el blanco brillante de las paredes y el rojo “sangre” de los ladrillos vistos, viven dos personas mayores. Un matrimonio, encerrados en un correcto y educado silencio, sin lágrimas, pero sin risas.
A él, se lo ve por las mañanas barriendo la vereda de mosaicos vainilla de color blanco grisáceo, o yendo al mercadito de don Pedro, distante a varias cuadras de la casa, con quien comparten un secreto conocido, mas no comprendido por todo el barrio. Por las tardes, está parado en el porche de su casa con camiseta maya, una mano en el bolsillo Y en la otra, el mate de madera tallada, regalo de un hospedado en el penal de san martín. A veces, se recuesta en el vano de la puerta y clava la mirada en su compañera, mientras, ésta, riega y atiende las plantas. Es un momento común, pero no por ello menos mágico. Es el único momento que se la ve a ella. Una mujer de setenta y pico, con la espalda encorvada sobre las plantas. Pero más que una posición transitoria, parece una actitud corporal que refleja el dolor de mucho tiempo, presente y constante, sostenido por la ignorancia y la sabiduría... o quizás, por la certeza.
Cada jueves, desde hace más de cuarenta años, esta mujer, como tantas otras mujeres, a las tres de la tarde sale de su casa con un impecable pañuelo blanco colgado al cuello, como una armadura, como una advertencia, como una afirmación que la mantuvo con fuerza y con decisión. En él, estampadas, dos fotografías y tres nombres.
Cada jueves la misma rutina, cada jueves la misma ceremonia, siempre igual. Ella, cruza la placita del barrio, rumbo a la parada del colectivo. Invariablemente, sin faltar nunca. Su pañuelo, con las dos fotos estampadas y tres nombres.
Pero un día, de repente algo cambio. Ya no cruzó la placita con el gesto adustamente correcto, el saludo educado pero cortante ante cualquier vecino que se cruzara. Ese día el gesto era distinto, casi feliz. El saludo, iba acompañado de una sonrisa. El pañuelo, seguía teniendo las dos fotos, pero ahora, solo dos nombres.
Mientras que, en el porche de la casita de puertas y ventanas grises, él se apoyaba en el vano de la puerta como siempre; mientras miraba a su mujer caminar, menos encorvada, con al paso más ligero y casi alegre. De pronto, llega el mate en la mano de un muchacho de unos cuarenta y tantos años. Su nombre, hasta dos días atrás, estuvo en el pañuelo blanco, en la armadura inclaudicable que cada jueves, salía a combatir la injusticia……
Fragmento de "Sandalias gastadas"
Luis A.Aubrit
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